sábado, 29 de febrero de 2020

Auto flagelación

Todo empezó a mis trece años, segundo de secundaria. Niña influenciable, extremadamente fantasiosa, temerosa y muy silenciosa. Familia disfuncional, amistades dañinas, y bastó una sola persona en el mundo que probablemente ya no recuerde ni mi nombre. Ella me enseñó a enviar todo el dolor al cuerpo, a olvidar por medio de la auto flagelación. Así comenzó.

Y como toda historia que empieza mal, llegó el momento en que perdí el control que me aseguraba a mí misma tener, y me engañé... Porque de pronto me atrapaba la locura, y al abrir los ojos un charco de sangre coagulada rodeaba mi habitación. Manchas en el colchón, en mis suéteres, vendas y alcohol. Sangre a modo de cascada, olor a óxido... Incontrolable. Tengo que aceptar que estoy mal, y que necesito ayuda.

Pienso diferente, he cambiado, sin embargo la enfermedad sigue aquí, los moretones me lo recuerdan, las cicatrices no permiten que lo olvide jamás. Y aunque lo mantenga a raya, la sed de volverme a herir sigue aquí, no se irá nunca, pero mi lucha es constante, no puedo permitir que las navajas me controlen, que los golpes a las paredes continúen. Debe haber otro modo y estoy consciente de ello, debe haber otro modo...

¿En qué momento sucedió?¿Cuándo deje que mi cuerpo pagara todos los platos rotos? Anhelo reconciliarme conmigo mismo, y rogarle perdón a mi piel por cada una de las marcas con las que no nació, marcas que nunca debieron estar ahí. Me pido perdón, sin embargo, no me puedo jurar no volver a caer jamás.

El primer paso es aceptarlo, dicen. Bien, estoy enferma, soy adicta al dolor físico, tengo miedo de morir en un ataque de pánico, es mejor llorar, es mejor gritar hasta rasgar la garganta. Cualquier cosa será mejor que esta inmundicia, que este aroma a muerte, a depresión. Buscaré ayuda, sin navajas, sin vidrios rotos, sin piedras, sin ganas de arrojarme a las escaleras. Buscaré ayuda, lo juro...

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