Me estaba desangrando
y todavía era una niña.
No dolía,
pero me asfixiaba.
La herida crecía como una planta enferma,
regada a diario por manos que decían amar.
Creció tanto
que agrietó las paredes del corazón
y mis costillas estallaron
como un Big Bang doméstico.
De cantina en cantina,
la familia en versión irónica:
música, risas forzadas,
juegos para tres niños
confundidos y aburridos.
De calle en calle,
la pareja que me dio la vida
gritaba y forcejeaba
mientras la velocidad subía
en un automóvil cualquiera.
El olor repugnante del licor
era la señal inequívoca:
el día terminaría mal.
Mi hermanito miraba las estrellas
deseando que amaneciera pronto.
¿Mi regalo de XV años?
Una navaja.
Más sangre.
Coagulándose en brazos y piernas
como un idioma que aprendí demasiado joven.
La que fue la bebé de mamá
terminó ofendida por la misma.
Y papá,
mi mentiroso progenitor,
nunca volvió para rescatarnos.
Abandonó a sus hijos,
a su creación,
desde el supuesto amor.
La niña ahora tiene treinta años.
Lleva una corona de espinas en la cabeza.
Mantiene una relación insana con su cuerpo
y con el demonio
que borderline se hace llamar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario