lunes, 28 de julio de 2025

Cuatro actos


I. El silencio que precede

Estaba completamente drogada y desquiciada. Me temblaban las manos.
Lancé mi reloj de arena contra el suelo y se hizo añicos.
Mi pareja, con un miedo real y espantoso, se encerró en el cuarto principal.
Apenas amanecía cuando llamé a mi padre para despedirme.
Después de eso, creí que tenía claro lo que debía suceder.


II. El acto

Me senté en una esquina de la casa.
Del protector del celular saqué una navaja pequeña.
Dudé. Pero antes de poder evitarlo, ya la estaba deslizando por mi brazo.
Sentí el chorro tibio, espeso y rojo de la sangre.
Este mal cuento, por fin, parecía llegar a su fin.

III. La intervención

Recuerdo haber atravesado capas y capas de piel.
Y al llegar a la última, vi un pálpito.
Ese temblor me hizo pensar en mi familia.
Después, mareos. Somnolencia.
¿Cómo pude ser tan egoísta?, me pregunté.

Grité el nombre de mi pareja. Me auxilió de inmediato.
Luego vinieron los rostros: asustados, acusatorios, incluso fríos.
Al final, una persona dulce me atendió.
Me suturó con paciencia. Con una ternura que no esperaba.
Cinco puntos. Una grotesca costura.
Bordé mi poema con hilo quirúrgico.

IV. Lo que no murió

Después de ese suceso, muchas cosas siguieron vivas.
Al principio, la rabia de haber perdido el control.
La vergüenza por todos los que vieron, los que supieron.
La tristeza de tener que posponer mi boda por la depresión.

Pero poco después, también sentí un respiro.
Sobreviví.

Sé que llevaré esta cicatriz como marca de mi yo más triste y derrotado.
Pero también como el recuerdo de que viví.

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