No sabía que el cuerpo también abría puertas,
hasta que la tuya se volvió umbral.
Entré descalza,
con más dudas que certezas,
pero algo en tu silencio me dijo:
es seguro dejar el abrigo.
No hubo conquista,
ni fuego artificial.
Sólo un temblor suave
como si el mundo —por fin—
dejara de doler por unos minutos.
Fui barro y fui tacto.
Fui recién nombrada.
No por ti,
sino por el reflejo
de mis ojos en los tuyos.
No te llevaste nada.
Te dejé entrar.
Y eso es distinto.
Ahora, cuando duele,
recuerdo que antes de la herida,
hubo un jardín.
Y que florecí.
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