Elena despertó entre las sábanas de color rosa pálido, el aroma del perfume de David le dominaba el cuerpo haciéndola sonreír en medio de un suspiro. Se talló los ojos y bostezó, colocó su cabello negro y lacio sobre su hombro izquierdo; la noche anterior había sido maravillosa, hasta le parecía irreal.
Ella y David habían unido sus cuerpos para consumar el descomunal amor que sentían. Elena amaba a aquel muchacho de tez blanca y ojos verdes. Y David, por supuesto, no podía adorar más a la joven, tan bella, tan para él.
Esa noche David la había despojado del vestido rojo, le había arrancado la ropa interior y al son de los jadeos, los suspiros, el ritmo acelerado de sus corazones; entró en ella para quedarse. A deshoras Elena le obsequió la magia de la embriagadora belleza de su cuerpo desnudo, besos tan necesarios, caricias exactas, cuerpos transpirados. David alcanzó el éxtasis dedicándole a ella un te amo, al mismo tiempo Elena alcanzó el cielo.
— Buenos días — dijo David suavemente, haciendo que Elena perdiera el hilo de sus recuerdos.
— Buenos días, querido mío — rió ella acariciándole la mejilla.
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