Erin era una
niña pecosa de nueve años, bastante solitaria, amante de las historietas y
sumamente inteligente. Ella vivía en un pueblo pequeño junto con su abuelo, con
el que rara vez podía convivir. Las únicas ocasiones en que podía hablar con
él, eran a la hora del desayuno y la cena, cada intento de Erin por acercarse con
más profundidad a su abuelo, ya fuera para pedirle un consejo o simplemente
para charlar, fracasaba ante la indiferencia y gran cansancio de él. La razón
por la que Erin viviese únicamente con su abuelo, era que sus padres habían
fallecido en un trágico accidente de auto después de haber acudido a una
fiesta, entonces a partir de ese día, el anciano era la única familia que la
chica poseía.
Erin acudía
a una pequeña escuela, la única del pueblo. Y a pesar de que ella era por demás
amable y cariñosa con las personas, nunca consiguió hacerse de un amigo, debido
a su inteligencia era la alumna favorita de la maestra Nora, pero la más
rechazada por sus compañeros. La pobre
niña realizaba intentos vanos por conseguir alguna compañía que no fuera la de
sus historietas o peluches, alguien con quien compartiera sus vivencias, sus
alegrías y también sus penas, alguien para hacer pijamadas, jugar con las
muñecas y todo eso que las niñas de su edad normalmente hacían. Y nada más
entablaba conversación con una niña o niño, éstos se alejaban aburridos de la
actitud demasiado madura para su edad.
Al regresar
de la escuela, la podías reconocer inmediatamente, con su largo cabello rojo
cayendo en su espalda, su vestido floreado, su tierna carita llena de pecas, y siempre
con un libro grueso bajo el brazo, dirigiéndose completamente sola a casa. Al
entrar a su hogar, lo primero que hacía era colocar su mochila rosa sobre un
sillón y encender la radio, posteriormente se dirigía a la cocina a prepararse
un par de sándwiches.
Después de
comer, Erin se acomodaba en su escritorio y animada se disponía a hacer su
tarea. Ese día, la niña estaba sumergida en la resolución de un problema de
matemáticas, cuando escucho unas risillas afuera. Curiosa, abandonó lo que
estaba haciendo y se dirigió a la ventana. Frente a su casa había un modesto
parque donde los niños acudían sin falta, todos menos ella por supuesto. Erin
se sintió repentinamente triste, quería salir y divertirse junto con los demás
niños. Rápidamente se quitó su vestidito reemplazándolo por unos pantalones de
mezclilla, una camiseta blanca y unos tenis rosa. Tímidamente salió de su casa,
cruzó la calle y se acercó a sus compañeros.
-¡Hablando
de la reina de Roma! – Bufó una niña dientona y de ojos verdes. Erin bajó la
cabeza.
-¡Erin salió
de su cueva! – Gritó otro niño y todos los demás empezaron a reír.
-¿Qué no
tienes un libro qué leer? – dijo la niña dientona de manera venenosa.
-Am –
tartamudeó Erin – No, yo…quería saber si podía jugar con ustedes.
Todos los
niños empezaron a reír con saña, mirándola con horror.
-Estás loca –
murmuró un niño lindo de ojos azules y rostro angelical – eres la niña rara,
quién sabe qué podrías hacernos – fingió un escalofrío.
-Juega con
tus peluches – rió una niña más que para variar era vecina de Erin – ¡Bye bye!
La inocente
Erin miró a todos por unos segundos, ninguno de ellos la apoyó, ni mucho menos
la defendió. Chilló algo ininteligible y salió corriendo directo a su hogar.
Al ingresar
a la casa, azotó la puerta y se dejó caer tras de ella. Buscó a tientas su oso
de peluche favorito y se aferró a él como un bebé, llorando amargamente.
-No llores –
se escuchó una voz con algo de eco y sinceramente algo siniestra – no llores –
repitió a modo de consuelo. Erin sintió un escalofrío recorrerle la espalda,
esa voz no trasmitía ni paz, ni confianza.
-¿Quién
eres? – preguntó irguiéndose y buscando al propietario de aquella fantasmal
voz.
-Yo sólo
quiero ser tu amigo – respondió.
Erin
retrocedió con temor cuando distinguió en una esquina, cerca del televisor a
una sombra de gran altura. Para el horror de la niña, la sombra empezó a
acercársele hasta verse iluminada. Erin frunció el seño ante lo que sus ojos
estaban viendo, estaba casi segura de que se trataba de un sueño de mal gusto.
Frente a
Erin no había otra cosa que un payaso de ojos profundamente negros, sonrisa
blanca y perfecta, enormes zapatos y todo lo que cualquier payaso común y
corriente posee.
-Hola –
saludó el payaso con un movimiento de mano – Soy el payaso Darien. Y vengo de
un mundo mágico para llevarte conmigo, ya no tienes que sufrir más pequeña, ya
no más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario